viernes, 1 de junio de 2012

"ESTAMPA NAPOLITANA", 4ª parte



Fue así como había visto por vez primera a su ángel. En aquella ocasión venía también del brazo de su madre, y ambas tomaron asiento ante la misma mesa que ahora ocupaban, justo a la derecha de uno de los batientes de la portada de la cocina. Siempre se instalaban en la misma mesa de hallarla disponible, con un ritual que solían repetir en cada una de sus visitas: la madre, una robusta y corpulenta mujerona, se sentaba primero, y seguidamente lo hacía la hija, que nada parecía haber heredado de ella, puesto que era grácil y esbelta cual cimbreante mimbre. La madre se despojaba del sombrero, desprendiendo previamente los alfileres que lo sujetaban a su pelo, y después le quitaba el de la hija, para, seguidamente, soltarle la frondosa cabellera sobre los hombros. La joven poseía un cabello ondulado y centelleante como una noche estrellada, de un profundo color ébano, que contrastaba vivamente con su rostro pálido y frágil, de una piel que ni la más fina seda de Oriente pudiera rivalizar en suavidad y tersura. Los enormes ojos rasgados, de felina mirada, los labios carnosos, sensuales, rojos como cerezas frescas y húmedas; y cuando sonreía, mostraba el marfil de sus dientes tan regulares, tan bien alineados, tan perfectos como los de los anuncios de dentífricos de los periódicos.

Y eso era lo que más le gustaba a Tomassino, verla sonreír, por eso procuraba servir él personalmente su mesa, y dedicarle también sonrisas con cada plato que le llevaba, para obtener a cambio una de las sonrisas que ella tímidamente esbozaba, un mohín, cualquier cosa, incluso quedarse extasiado admirando su inconmensurable belleza virginal y escurrir furtivamente la mirada, henchida de deseo, por entre el escote de ella, imaginando la rotundidad de sus formas, el buen tamaño de los mullidos pechos que los vestidos de livianas telas, tan ceñidos a su estilizado talle, permitían adivinar; la tonalidad y el perfil de sus ansiados pezones, que Tomassino imaginaba oscuros y sabrosos como el chocolate, y erectos como puñales que se clavaban en su cerebro con libidinosa furia, y le provocaban una lubricidad extrema, y descender, descender... ora vertiginosamente... ora con un vaivén cadencioso... entre espasmos de placer, hasta el abismo... hasta el infierno en que se abrasaría de amor e ígnea pasión por aquel ángel puro, su ángel, su niña...

Tomassino recordaba entre suspiros, que ya aquella primera vez que sus ojos tuvieron la dicha de encontrarla, se prendó como un poseso de su hermosura, y apartó de su mente la imagen de su esposa Concetta, que era, en lo tocante al físico, la antítesis de esta muchacha. Si la una, Concetta, era burda y tosca, la otra, su ángel, era de una finura sin parangón alguno, delicada como una flor, como una mariposa que al batir las alas le sedujese con su irresistible embrujo, y se pertrechara en lo más recóndito de su corazón. Ya entonces también la comparó con una de aquellas Venus marmóreas que su maestro, Don Vittorio, le enseñase en las fotografías de las enciclopedias al uso, de senos plenos y llenos, y de sexos impúdicamente descubiertos, prestos a ser palpados y poseídos con deleite, con fruición y complacencia, como se degusta un jugoso y dulce higo maduro. Así la deseaba Tomassino, así, con el ardor de un macho cabrío, pero también observaba un cierto melindre, como si tuviese miedo de dañar a aquel ser casi etéreo, a profanar su naturaleza cuasi divina.

Sabía que no era para él, lo sabía, no poseía apenas cultura ni instrucción, pero comprendía el alcance de sus limitaciones. Y además, se había establecido una feroz competencia entre sus compañeros, aun cuando éstos fuesen sus subordinados. Tanto Gaetano como Michele eran más jóvenes que él, e incluso el feucho y desgarbado Gaetano podría ser considerado un galán a su lado, y no digamos Michele, con su apostura y gallardía a flor de piel, y su experta manera de conquistar a las mujeres. De hecho, Michele no le quitaba el ojo a su ángel en cuanto la veía aparecer, y procuraba pavonearse ante ella, en la terraza, siempre que podía. Menos mal que él llevaba el mando de la cocina, y cuando veía a su amada, les imponía tareas a sus pinches para mantenerles entretenidos y alejados lo más posible de la joven.

A veces, Tomassino, que no había conocido nunca antes el amor, a pesar de estar desposado con su Concetta, a quien quería mucho, sin duda, pero por quien no sentía ni había sentido jamás pasión amorosa alguna, pronunciaba mentalmente el nombre de su niña: Sofía. Se llamaba así: Sofía. Desconocía su apellido, cómo se llamaba su oronda progenitora o dónde vivía, pero sabía eso: su nombre, su adorable nombre, lo conocía de labios de la madre de su ángel. Sofía, Sofía, Sofía -se repetía-, y no había para él palabra más sonora y almibarada, ni bálsamo más lenitivo. Las sílabas tintineaban en sus oídos cual monedas de plata cuando las vocalizaba en voz alta, embelesado, arrebatado con el recuerdo de su hurí de ojos y cabellos zaínos, de su idolatrada diosa sureña.

Y ella, su Sofía, se hallaba ahora allí, sentada sobre el borde de la silla, con el tronco y el cuello maravillosamente erguidos, en aquella postura tan elegante y afectada que solía adoptar, mientras su madre interrogaba a Don Luciano sobre las novedades culinarias del día. Tomassino la observaba de soslayo, encandilándose cada vez más con su candorosa y refinada imagen de cisne. Él intuía, sabía, que tras su altiva apariencia se escondía la candidez de una vestal carente de máculas.


Pintura: "Primavera", William Adolphe Bouguereau  (1825 - 1905).
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