sábado, 26 de mayo de 2012

"ESTAMPA NAPOLITANA", 6ª parte



Quizás por eso Don Mario se había apercibido de la presencia de aquella otra joven tan bella que, desde hacía unos días, almorzaba en la mesa contigua acompañando a una gruesa señora. Se había fijado en el refinamiento de sus modales a la hora de sujetar los cubiertos, en su mesura para hablar, y en la timidez de la que hacía gala cuando sus miradas se cruzaban. Y cuando esto sucedía, cuando sus ojos encontraban los de ella, se sentía un león atrapando a su gacela, le daba caza una y otra vez, y la despedazaba a besos y a mordiscos, e imaginaba la sangre roja e hirviente de ella manando a borbotones y tintando de carmesí su tez de ninfa. Sólo mirarla, sólo atisbar su egregia efigie de casta diva, y el corazón se le salía por la boca de deseo contenido. Don Mario Pagano, aquél que esclavizaba a cientos de mujeres napolitanas, había caído también rendido ante el fascinante hechizo de Sofía.

El capo alzó su copa en señal de saludo hacia Sofía y su madre, y el sol, que había llegado ya a su cenit, traspasó, con sus centelleantes rayos, una rendija abierta en la lona del entoldado, y alcanzó el "Lachryma Christi", irradiando los destellos y tonalidades propios de un rutilante rubí facetado. La madre de Sofía asintió con gratitud ante semejante gesto, y Don Mario se dirigió a ellas con magistral oratoria:

- ¿Saben, señoras mías, que éste es un vino único en el universo?-, les espetó, alzando la voz, no sin cierta petulancia -. Una antigua leyenda asegura que el diablo se llevó un trozo del cielo y que después lo dejó caer aquí, en Nápoles, al pie del mismo Vesubio. Y cuando Jesús, nuestro Señor, supo del hurto de Lucifer, no pudo por menos que llorar, y sus benditas lágrimas, las lágrimas de Cristo, cayeron sobre nuestra bienaventurada tierra, y de ella brotaron las cepas que dieron origen al vino. Éste, señoras, es el mejor y el más antiguo de los vinos del mundo, paladearlo es un privilegio reservado sólo a muy pocos.

Y tras concluir su discurso, hizo traer una botella del mismo caldo para la mesa de las dos mujeres. Se trataba de un "Mastroberardino", de una reserva especial, que Don Luciano atesoraba como oro en paño, en el fondo de su bodega.

La madre de Sofía se mostró sorprendida y muy agradecida por el singular obsequio, y la hermosa joven bajó la cabeza, ruborizada y turbada ante la insolente mirada de Don Mario, que la desnudaba en cuerpo y alma inspeccionando minuciosamente cada detalle, cada poro de su piel. No pudiendo resistir el examen ocular del que estaba siendo objeto, Sofía se levanto y se dirigió al lavabo, con el ánimo de refrescarse la cara, que le ardía de vergüenza, y escapar a tan embarazosa situación.

No bien se hubo levantado, y los ojos de Don Mario y sus secuaces la siguieron, recorriendo con desmedido atrevimiento, la curvatura de sus prietos glúteos y de sus ondulantes caderas, que se contoneaban, sin proponérselo, cada vez que sus largas piernas avanzaban un paso encaramadas sobre aquellos elevados tacones. Y escrutaban también, sin la menor conmiseración, incluso las costuras posteriores de sus sedosas medias negras, que tremolaban oscilantes, como dos sierpes encantadas, al ritmo de su acompasado caminar. Los tres malhechores la deseaban con vehemencia, como la deseaba cada hombre que se cruzaba en su camino. Sofía no podía dejar indiferente a nadie, poseía el don de la belleza en grado superlativo, y era ese don una cualidad más propia de las deidades que poblaban los paraísos celestiales, que del común de los mortales.

Don Mario daba buena cuenta de un plato de "tortiglioni con rraù napoletano", regado abundantemente por su "Mastroberardino" preferido, mientras sus dos guardaespaldas le acompañaban, ahora silentes, escudriñando pausadamente, desde sus asientos, cada rincón de la calleja, en busca de un posible peligro. Uno de ellos, Giuseppe De Palma, un hombre joven, pero de apariencia ligeramente avejentada por sus duros y adustos rasgos faciales, extrajo un pañuelo del bolsillo de su americana y procedió a secarse el sudor que se le escurría por la frente a causa del considerable calor del mediodía. Don Mario se percató de la perentoria necesidad que tenían sus sicarios de reponer líquidos, y con una actitud generosa, impropia de él en situaciones similares, requirió a la ingenua y campechana Silvana, para que les sirviese una jarra de agua fresca.

- Mocita, tráeles a éstos agüita clara, anda, que se me van a resecar con tanta sudoración -. Dijo vociferando, como buen napolitano, a la par que soltaba una sardónica carcajada.

- Si, Don Mario, como usted mande, ahora mismo se la traigo-. Respondió sumisa la chica, emprendiendo una carrerilla hasta la cocina.

Entretanto, la madre de Sofía departía con Don Luciano sobre el origen de la Puerta de San Genaro, que tenían tras de ellos a modo de teatral decorado. Ella parecía ser una erudita en la materia, no en vano le recalcó al hostelero que su malogrado cónyuge había sido profesor universitario de Historia Antigua, y que de él había adquirido ella algunos de esos significativos conocimientos.

- No, no, Don Luciano, esta puerta ya estaba ahí en la época de la Roma Imperial, hombre, si lo sabré yo, y mucho antes también, que no me lo habrá relatado mi querido marido, que en gloria esté el pobrecito, pocas veces -. Repuso la gruesa señora con aires de sabihonda-. Lo que sí, que no tenía el aspecto que usted ve ahora, eso por supuesto, cada época le ha ido añadiendo unas cosas y restándole otras.

- Bueno, bueno, señora, si usted lo dice será verdad, no lo dudo-. Le confirmó el restaurador sin demasiadas ganas de discutir sobre el tema.

Tomassino, ensimismado en sus quehaceres, aliñaba con una aromática albahaca las dos pizzas que Sofía y su madre habían pedido como primer plato, y ya se disponía a colocarlas sobre su brazo izquierdo para salir a servirlas a la mesa de su amada, cuando escuchó el fiero y atronador rugido de una motocicleta acercándose. Sin saber a ciencia cierta el porqué, se quedó paralizado durante unos instantes, como si un turbio presentimiento se cerniese sobre él y le impidiese mover un solo músculo.

En aquel momento la bella Sofía, que ya había recobrado la serenidad gracias a unas refrescantes abluciones, y presentaba de nuevo una expresión digna y sosegada, regresaba a la mesa de la terraza, si bien nadie reparó en su presencia, pues toda la concurrencia se había vuelto, instintivamente, hacia la ruidosa moto que se acercaba, acelerando cada vez más, hasta que se detuvo delante de la pizzería durante unos segundos. Entonces se oyó el seco tabletear de una ametralladora, sin que casi nadie pudiese reaccionar de manera alguna.


Pintura: "Night calls"  (" Visita nocturna"),  Jack Vettriano.
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